SEGRE, ROBERTO. VELEZ CATRAIN, ANTONIO

¿Por qué hablar de modelo europeo de ciudad en América Latina?. En Revista de Occidente, 230/1. Madrid, 2000. p.7-24.

 

A la memoria de Jorge Enrique Hardoy

Hace menos de un lustro, la Revista de Occidente dedicó un número (185: 1996) al tema «La ciudad hacia el año 2000». En él, entre otros autores, tres europeos -Rem Koolhaas, Richard Ingersoll (más italiano que norteamericano) y Carlos Sambricio- no fueron particularmente optimistas en sus vaticinios urbanísticos para el nuevo milenio. Sin duda, las tesis más radicales fueron expuestas por Koolhaas -ahora integrado al Parnaso de los arquitectos al obtener este año el codiciado Premio Pritzker-, escéptico ante una formalización predecible de la ciudad controlada en términos arquitectónicos, o por un diseño urbano basado en los cánones de la modernidad o la postmodernidad. Encandilado por la violencia transformadora de los actuales modelos territoriales norteamericano y asiático, propugnaba la desaparición de herencias y tradiciones, estructuras y trazados inherentes a la ancestral ciudad «formal». En sus planteamientos «surfistas», Europa y Latinoamérica quedaban excluidas si no se adaptaban a las nuevas reglas de juego: Euralille constituía el ejemplo a seguir.

Dedicar una nueva entrega de la revista al debate sobre «El modelo europeo de ciudad» y a sus contrastes en Iberoamérica podría interpretarse como un desesperado clamor desde la retaguardia. O que era adoptar una postura masoquista ante la agonía de la «ciudad» -declarada fallecida atrás por Françoise Choay-; resistirse con obstinación a su desmembramiento, al desorden de autónomos archipiélagos urbanos, y parafraseando a Ingersoll, a «la primacía de la movilidad genérica por encima de los intereses particulares de la comunidad». No se trata entonces de adoptar una conservadora actitud plañidera, sino, por el contrario, de promover un renovado intercambio entre las culturas urbanísticas europea y latinoamericana, que a lo largo de siglos muestran su vitalidad y originalidad, en busca de la formulación de nuevos paradigmas ante los cuestionables parámetros establecidos por el neoliberalismo y la globalización, sin echar por la borda los atributos sociales, estéticos y culturales que, a lo largo de medio milenio, forjaron la identidad ambiental del entorno construido en el Nuevo Mundo.

Hace ya algún tiempo -desde que ha comenzado a generalizarse el término «globalización»- que en las discusiones y debates en torno a la ciudad se suceden las propuestas que derivan del tácito pero confuso contenido de ese término. Realmente la impresión que tenemos todos es que esa globalización es la imposición al planeta de modelos concretos para todo tipo de actuaciones, políticas generales y sectoriales, y entre éstas para la intervención en la ciudad de hoy. Se producen y se difunden, en medios a los que autoriza su gran audiencia, modelos «globalizadores» también para la ciudad. Se despiertan así las consecuentes posiciones a favor o en contra de esos modelos derivados de planteamientos exclusivamente socio-económicos, expansionistas sin más, sujetos prioritariamente a criterios de rentabilidad financiera: en suma, una ciudad futura generada por ese único vector, con mínimos componentes en otras direcciones y sentidos. El riesgo es el de la sumisión intelectual, que las posiciones a favor se manifiesten como aplauso y las contrarias o más reflexivas, como un silencio resignado.

Siempre la ciudad, en cada uno de sus momentos y lugares, ha sido la manifestación menos perecedera -ni los desastres naturales ni los conflictos bélicos acaban por eliminar totalmente la necesidad del hombre de vivir en ese espacio, buscándose y encontrándose entre los demás- y el testimonio básico para que las futuras generaciones pudiesen verificar cuáles eran los principios de naturaleza fundamentalmente política para el funcionamiento, el desarrollo y la trascendencia de una sociedad más allá de esos momentos y lugares. Si así como el lenguaje puede ser considerado como una radiografía -el aspecto visible y comprobable- de la estructura del pensamiento, algo parecido podría suceder con la forma y la imagen de la ciudad en relación con la estructura económico-social de las civilizaciones establecidas en el globo a lo largo de la historia conocida por el hombre (incluso las huellas de los poblados nómadas constituyen parte de ese testimonio). Ya apenas tenemos dudas, salvo que toda la humanidad desaparezca y una deformación de la idea de progreso nos llevase a esa destrucción, de que las generaciones futuras dispondrán de testimonios asequibles (la arqueología será otra cosa) para analizar la ciudad que podamos estar produciendo como consecuencia de la arriesgada sumisión a lo «globalizante». Eso quizás no sea lo más importante para justificar el examen del modelo que podría regir en un próximo futuro. Lo que se necesita es comprobar si aún se está a tiempo -midiéndolo con el rasero de los medios de comunicación que nos sofocan- de mantener determinadas pautas elementales y humanizadas por las que han discurrido hasta hoy en la esfera cultural europea la producción, la creación o el reconocimiento de la ciudad. Hace falta discutir, proponer, definir, promover un modelo alternativo que reste intensidad al vector economicista y atomizador de la vida urbana.

Probablemente hoy seremos poco capaces de juzgar, a través de esas huellas que nuestras ciudades dejan en el presente, sobre qué modelo de sociedad estamos trabajando al configurar la ciudad del modo en que lo estamos haciendo ahora. Los arquitectos tienen muy posiblemente menos capacidad que los profesionales de otros ámbitos de la ciencia y la cultura para hacer esa valoración. Somos sin duda las primeras víctimas (o ejecutores, según se mire) de las directrices emanadas desde los centros, ubicuos y a la vez ilocalizables, en donde decididamente se gestan las propuestas urbanas de nuestro tiempo. (Es el político el que diseña realmente la ciudad, en nuestro tiempo y desde siempre.)

Al igual que sucede a tantos y en tantos sitios con los «spots» publicitarios que transmite la televisión o Internet hasta los últimos confines de la cultura de hoy, en los que apenas cuenta la lengua en la que son expresados o las condiciones del lugar a donde acabarán llegando, la ciudad -el modelo de su crecimiento- se exporta y se va imponiendo anónima, coral, pero casi irremediablemente a toda la población del planeta en un plazo extremadamente corto. Solamente las civilizaciones de raíces islámicas o budistas, o aquellas que no se han sumado aún masivamente a la comunicación digital, escapan de momento a esas directrices. Esos no son los casos que van a ser discutidos a lo largo de este número de la Revista de Occidente, en donde nos hemos limitado, en aras de una más focalizada incidencia en la polémica, a contrastar los modelos urbanos europeos con los que hoy se plasman en la América ibérica, heredados de aquéllos.

Sin entrar en un debate sobre el contexto en que se inscribe el crecimiento de la ciudad, es importante subrayar que intentamos evitar la inmersión en los temas de tramas urbanas formales, de las huellas geométricas que mantienen las ciudades en Europa o las que la colonización portuguesa y española dejó grabadas en las primeras fundaciones, para discutir sobre la ciudad presente en donde esas trazas han quedado como preciados testimonios -radiografías archivadas con un altísimo coste a disposición de la historia futura- y en donde lo más importante es el crecimiento periférico, la localización funcional y la equidad en el disfrute de los beneficios de la centralidad, aspectos todos ellos que podrían pasar, embarcados en los veloces medios de comunicación actuales, a tener una prioridad muy secundaria entre los objetivos para la producción del habitat urbano contemporáneo.

Las miradas especulares: Europa y América Latina

En Europa puede admitirse que se da al menos cierta conciencia de que se corre el riesgo de que la fragmentación -terapia sancionada por las últimas experiencias de gran significación- y el tratamiento de la ciudad como conjunto de islas encame la solución generalizada para todo problema urbano. Los centros históricos son tan valorados como símbolos y cuentan con tanto atractivo para el turismo, que nunca faltarán ni los recursos ni la prudencia o la sensatez para intervenir en ellos (algo similar sucede con la mayoría de los centros históricos de las ciudades monumentales en Iberoamérica). También en este lado del océano parece que se comparte la preocupación por la pérdida de la identidad en toda prolongación o extensión de la ciudad más allá de sus primeros cinturones -ya parte de la historia lejana en tantos casos- y por la proyección inmediata sobre la geografía periférica de patrones de actuación ajenos a nuestra forma de vida. (Al europeo, en general, no le gusta cambiar demasiado su domicilio ni su vida cotidiana; es más impermeable, menos frágil que otros pobladores de Occidente, ante la presión hacia la movilidad o hacia la alteración de sus costumbres.)

Nada similar sucede cuando, ya en Iberoamérica -con todas las matizaciones que se quiera hacer entre Buenos Aires y La Paz, por ejemplo-, analizamos la evolución urbana, la implantación de la emigración interna en los alrededores de las grandes ciudades, tanto si son monumentales y poseen una economía floreciente, climas excepcionalmente benignos, suelos generosos en cuanto a topografía y constitución, como si no disfrutan de ninguno de esos beneficios. Estamos hablando por tanto de una mayor vulnerabilidad en este territorio iberoamericano, no de impotencia.

Pese a las nefastas influencias de la homogeneización económica, tecnológica, de usos y costumbres que presiona sobre las metrópolis y ciudades de la región -las invasoras autopistas; la presencia agresiva del contaminante automóvil; la despiadada especulación del capital financiero internacional sobre los espacios libres (léase Soros o Trump, por ejemplo); los introvertidos shoppings, asesinos de la tradicional calle comercial; los anónimos nudos de transporte; la huida hacia los barrios o urbanizaciones cerradas de la periferia y la consecuente segregación social de las elites-, todavía no todo está perdido en Iberoamérica. Los acelerados procesos de privatización de servicios y espacios comunitarios, el distanciamiento de los Estados centrales de la solución a los problemas territoriales, fueron detonantes de la toma de conciencia de amplios estratos de población de la necesidad de salvaguardar la socialidad urbana y participar en la crítica y debate público sobre las intervenciones gubernamentales o privadas que afecten al futuro funcional, espacial y ambiental de los contextos barriales o globales de ciudades y metrópolis.

La fuerza política y operativa asumida por las autoridades municipales en la última década; la actuación de profesionales de renombre en la dirección técnica y administrativa de los gobiernos locales -Fernando de la Rúa, actual presidente de la República Argentina, en Buenos Aires, Mariano Arana en Montevideo, Jaime Lerner en Curitiba, Angel Martí en Córdoba, Luiz Paulo Conde en Río de Janeiro, Fernando Cordero en Cuenca, Cuauthémoc Cárdenas en Ciudad de México-, permitieron llevar a cabo proyectos concretos de rescate, cualificación y refuncionalización, tanto en las áreas centrales -el plan Río-Cidade, actuante en 17 corazones de barrio en Río de Janeiro; las acciones de renovación y restauración de edificios y espacios públicos en el entorno del puerto de Montevideo; el centro de Curitiba; el barrio de Sabana Grande en Caracas, y Puerto Madero en Buenos Aires-, como en las iniciativas de transformación de la gris y anónima «suburbia». El programa Favela-Bairro, en Río de Janeiro, integra los asentamientos marginales espontáneos (hechos consumados de difícil reversión sin expulsión) a la estructura urbana, despertando gran interés en otras ciudades del continente, en busca de una solución a problemas similares: por ejemplo, en el caso de los habitantes de los cerros de Caracas.

Ello significa que a las deletéreas fuerzas disgregadoras de la forma urbana se contraponen otras, deseosas de preservar el «efecto» ciudad, en antítesis con los modelos norteamericano o asiático con los que se pretende incidir en la configuración de las urbes de esta región. Un breve resumen de la asimilación de los sucesivos esquemas de origen europeo demuestra, no sólo la interacción creadora existente entre el modelo y su interpretación y aplicación -el concepto brasileño de apropiación «antropófaga»-, sino también las variaciones formales y espaciales que, a partir de una base común, identificaron históricamente ciudades y pueblos a lo largo del continente y el Caribe. Si el inicio fue la cuadrícula, tanto se-mirregular, traída por los colonizadores, como regular canónica, establecida por las Leyes de Indias, entre el Santo Domingo de Ovando (1503) y el Buenos Aires de Garay (1580) surgieron una multiplicidad de alternativas en la disposición de plazas, calles y manzanas, estableciendo la multiformidad del «semillero» urbano de la América hispánica. Su eficiencia y vitalidad quedó demostrada en los cinco siglos de existencia de los núcleos originarios en las capitales latinoamericanas. Peor suerte corrieron los espacios fundacionales portugueses en Brasil: asentados en lo alto de colinas -Olinda (1530), Salvador (1549), Río de Janeiro (1565)-, fueron posteriormente suplantados por la expansión de las funciones centrales en terreno llano. Río de Janeiro resultó un caso límite: en 1922 el morro do Castelo, que contema los primeros edificios civiles y religiosos del período colonial, fue barrido del mapa para facilitar el desarrollo del trazado moderno.

Entre mediados de los siglos XVIII y XIX, el modelo neoclásico europeo acompaña el crecimiento de las ciudadas de la región: paseos y alamedas rompen definitivamente con la homogénea introversión de la cuadrícula primitiva. Existe un claro paralelismo entre las alamedas de Madrid (plano de Francisco Tagle) o el Paseo del Prado de Ventura Rodríguez, la Alameda de Extramuros o el Paseo de Isabel II y de Tacón en La Habana, y la posterior Calzada del Emperador en México, herencia dejada por Maximiliano y Carlota. Al consolidarse las burguesías nacionales a inicios del siglo XX, hasta la década de los años treinta el modelo peninsular es suplantado por la primacía de París y Londres. La Habana, Ciudad de México, Río de Janeiro y Buenos Aires asumen las imágenes metropolitanas de los trazados haussmanianos con la participación de los urbanistas europeos: Joseph Antoine Bouvard, J. N. L. Forestier, Alfred Agache, Maurice Rotival. Un fragmento de Madrid surge en la Avenida de Mayo de Buenos Aires; otro de París en la Avenida Central de Río de Janeiro; La Habana aspira a convertirse en la Niza de América. La Influencia de Otto Wagner y Gamillo Sitte aparece del otro lado de los Andes: el austríaco Kari Brunner participa en los diseños urbanos de Santiago de Chile y Bogotá.

A pesar de las contradicciones sociales y económicas imperantes en el hemisferio, las elites locales desean asimilar el ritmo de las vanguardias metropolitanas. De ahí el constante vínculo especular con Europa y sus modelos artísticos y culturales. Sin embargo, no se trata de una relación mimética, sino de una persistente interacción y reelaboración (paradigmático es el vibrante período entre las dos guerras mundiales en Montevideo). Ocurren aportaciones originales imposibles de concretar en Europa: La Plata, nueva capital de la provincia de Buenos Aires, fue admirada por Julio Verne como la imagen urbana del siglo XX; luego Brasilia demostró a Le Corbusier que América Latina asimilaría fielmente los planteamientos teóricos de la Ville Radieuse. Inclusive, tanto las actitudes desprejuiciadas de políticos y funcionarios como la ambivalencia de los contenidos ideológicos en las formulaciones arquitectónicas y urbanísticas, hacen convivir en la ciudad fragmentos disímiles y contradictorios. Durante el gobierno de Perón coincidieron en Buenos Aires núcleos habitacionales ortodoxamente racionalistas con el vacío monumentalismo grecorromano de los edificios estatales. Igual ocurrió en el Brasil de Getulio Vargas en la década de los años treinta, al resultar simultáneas las propuestas de Le Corbusier, Agache y Piacentini. En Caracas, la dictadura de Pérez Jiménez respalda la Ciudad Universitaria y los bloques lecorbusierianos de Carlos Raúl Villanueva y, paralelamente, los paseos monumentales de los Próceres y los Precursores, inspirados en el EUR mussoliniano, diseñados por Luis Malaussena. En Santo Domingo, Leónidas Trujillo (en un gesto insólito dentro de su atroz dictadura) otorgó libertad de acción al arquitecto Guillermo González, quién en la «Feria de la Confraternidad y del Mundo Libre» mantuvo un sutil equilibrio entre composición urbana clásica y edificios inspirados en el racionalismo itálico.

En la primera mitad del siglo XX, la ciudad latinoamericana, construida por iniciativas fragmentarias, estatales o privadas, logró coser en el tejido urbano «formal», los múltiples modelos espaciales, centrales y periféricos. A partir de 1950, estallan las contradicciones sociales internas y se radicalizan las presiones extemas, políticas y económicas. Sólo la Cuba socialista queda al margen del crecimiento incontrolado de las poblaciones carentes de recursos que emigran a las capitales; de las radicales intervenciones en las áreas centrales, ocupadas por las torres de acero y cristal; de las iniciativas tecnocráticas de las dictaduras militares que invaden el espacio urbano con viaductos y autopistas. El equilibrio ambiental heredado de la tradición europea es roto por la agresividad de los esquemas postmodernos, asociados a los nuevos centros de la economía mundial: por una parte Houston, Atlanta o Los Angeles; por otra Tokyo, Jakarta o Kuala Lumpur.

Sin embargo, el retomo a la democracia de la mayoría de los países latinoamericanos implicó el quiebro de las iniciativas autoritarias y la búsqueda de una participación comunitaria en los destinos de la ciudad. De ahí la mirada dirigida nuevamente hacia algunas realizaciones europeas, representativas del equilibrio alcanzado entre necesidades sociales, recursos económicos disponibles y calidad de diseño del entorno construido. El IBA de Berlín, el París de Mitterrand o la Barcelona de las Olimpiadas establecieron paradigmas válidos de intervenciones proyectuales que intentaron conservar los atributos heredados de la ciudad «formal», dentro de las nuevas condiciones de la postmodernidad. Quizás tampoco debamos marginar las propuestas contestatarias de Koolhaas en la definición del futuro paisaje de la ciudad del siglo XXI. Sin lugar a dudas, la iniciativa de Santiago de Compostela de abrir el diálogo entre Europa y América Latina con un concurso profesional de amplia audiencia, apoyándose en parte en este debate que abrimos aquí, podría constituir un adecuado punto de partida para una nueva reflexión sobre las perspectivas de concordia y armonía que debe reflejar el ambiente de vida de la especie humana sobre nuestra sufrida Tierra.

Conceptos y propuestas sobre los modelos urbanos del futuro

Nos impresionó mucho que Arturo Ripstein -gran protagonista en la producción cinematográfica mexicana de los últimos años-, cuando le solicitamos una contribución a esta monografía, nos dijera que ninguno de los personajes con alguna significación dentro de sus películas disponía de vehículo privado. En muchos de los textos que a éste seguirán también se sanciona este acierto de verosimilitud cinematográfica con estadísticas y datos concretos para las ciudades de la América Latina. Quizás pueda ser la ilustración más eficaz para hablar de los contrastes actuales sobre un mismo modelo heredado para la creación de ciudad: el modelo europeo. (No es casual que los guiones de la mayoría de sus películas, trabajados por su mujer Paz Alicia Garcíadiego, estén inspirados en relatos todos ellos urbanos, que se desarrollan en capitales del mundo islámico). La pobreza, y las tragedias que ésta teje y ensarta, tan elocuentemente llevadas a las producciones de Ripstein, son en gran medida consecuencia directa de la atracción cada vez mayor que ejerce la gran urbe al despertar un mundo de secretas esperanzas -infundadas casi todas ellas- en los desposeídos.

Las ciudades europeas, metrópolis, grandes urbes o no, están dotadas de una maquinaria pesada capaz de producir ciudad según criterios propios, consecuencia de la revisión y la discusión. Las equivalentes en Iberoamérica en cambio, tienen encima el núcleo amenazante de la tormenta que se produce como consecuencia de la rápida evaporación de los recursos junto a la acumulación de una población desposeída. También hay que sumar la permanente hipoteca frente a las inclemencias de la naturaleza (o también, paradójicamente, del progreso tecnológico), que comparten y pagan junto con la población empobrecida concentrada en determinadas partes del planeta.

De todo lo anterior la oportunidad, la posible trascendencia de la polémica que abre este número de la Revista de Occidente. No se trata de valorar los patrones formales de creación de ciudad, se trata de los modos de reaccionar frente a una erosión mucho más fuerte sobre el territorio de unas y otras ciudades (europeas o iberoamericanas) que la de los vientos o las aguas: la erosión que ya está produciendo -de modo irreversible en muchos casos- un modelo de actuación urbana solamente dirigido por la expansión económica o la oportunidad medida en términos de rentabilidad inmediata. Un desgaste irrecuperable, provocado, citando a Antonio Fernández Alba, por la actividad trepidante del «laboratorio inmobiliario» instalado tanto en el centro como en la periferia de la ciudad de hoy.

La potencialidad de la arquitectura, del conjunto de piezas que van componiendo la ciudad, es escasa, irrelevante frente a esos otros poderosos impulsos que vienen desde la frialdad de las cifras monetarias. No es posible conjurar esta amenaza con símbolos, con posters que oculten las fachadas reales, en las que se mostrará más tarde o más pronto la precariedad de la base cultural, histórica o social que ha sustentado la mutación urbana en el pasado siglo. Así como en Santo Domingo se construye un Faro a Colón antepuesto a las bolsas de pobreza que se acumulan a menos de mil metros de allí, el autoengaño es el mismo cuando se pretende dignificar la ciudad y el centro de la ciudad europea de modo generalizado mediante la proliferación de la «arquitectura emblemática», como es el ejemplo del trepidante proceso de recuperación de la capitalidad en Berlín mediante edificios-símbolos o nuevas plazas monumentales, a los que se atribuye el carácter de elementos «articuladores» o «identificadores» de la urbe contemporánea. Como hemos dicho antes, la identidad hay que intentarla hurgando más en otro tiempo que en el actual, probablemente persiguiéndola por los caminos de la cultura del sitio, y encauzándola, obviamente, por los de la economía que pueda sostener ese esfuerzo de perseverancia en que la fidelidad al presente no acabe mostrándose del mismo modo y tantas veces con dolor innecesario, en todo lugar y sobre toda historia.

Europeos e iberoamericanos tienen en sus mentes, al menos hasta hace muy poco, un concepto de ciudad que los últimos con gran dificultad han mantenido en los centros históricos consagrados, y que ambos ven desvanecerse en cuanto se atraviesa la primera frontera establecida por el siglo pasado: la vía rápida que deslinda tajantemente una ciudad en donde el espacio público mantiene -aun en medio del deterioro y la ruina- su significado social y cultural y otra donde ese espacio se sumerge o desaparece, en donde apenas se producirá ese contacto que nuestros antepasados -de todas las épocas y lugares- buscaban o intentaban lograr al convertirse en seres urbanos.

Es el modelo de crecimiento el que hay que discutir, crecimiento hacia dentro o hacia fuera, y muy probablemente, como sucede cuando determinadas oposiciones intentan un frente unitario a opciones políticas dictatoriales, habrá que desvelar antes que nada la identidad del enemigo común: probablemente una falsa, pero motivadora y seductora idea de progreso -un sueño-, que barre, como aquellos anuncios o «spots» de los que hablábamos al principio, la capacidad de iniciativa en términos urbanos, acumulada, pero tan poco efectiva ahora, en los pueblos que comparten una cultura y, como aspecto relevante de esa cultura, hasta una lengua.