El espacio público en la ciudad europea:
entre la crisis y las iniciativas de recuperación.

Implicaciones para Latinoamérica

Revista de Occidente, 230-231, 2000

Ramón López de Lucio

 

 

 

1. Los significados del espacio público en la ciudad

 

El espacio público es inseparable de la ciudad europea tradicional, de la que se ha construido a lo largo de los siglos hasta la segunda mitad del siglo xx. El paradigma urbano clásico diferencia con extrema claridad el espacio público -constituido por calles, avenidas, plazas, bulevares o zonas ajardinadas- del espacio privado, ocupado por parcelas edificadas con diferentes grados de intensidad. Los límites entre ambos tipos de espacio están bien definidos y, prácticamente en todas las ocasiones, materializados de forma eficaz: las fachadas edificadas que delimitan y conforman calles o plazas; los muros, verjas o setos vegetales que -cuando las edificaciones se retranquean respecto a ese límite- siguen marcando con precisión su existencia.

Paradójicamente, el primer atentado grave contra la vitalidad de este sencillo esquema dual se produce cuando los arquitectos del Movimiento Moderno (décadas de los años 20 y 30) preconizan un nuevo modelo de ciudad donde el espacio público sería mucho más abundante. No se imitaría, como en la denostada ciudad decimonónica, a las calles, avenidas y plazas. Envolverá a los edificios residenciales, que ya no conformarán manzanas cerradas, sino que serán bloques exentos, insertos en un paisaje ilimitado y teóricamente verde. En esta «ciudad purificada» -donde las preocupaciones higienistas y moralizadoras encubren el deseo de convertir cada edificio en un objeto de contemplación único, no en un discreto componente del paisaje urbano (Sennett1)- el espacio urbano hipertrofiado ve cómo su empleo y su vitalidad se diluyen hasta los niveles que satisfacen a esa nueva utopía de «ciudad integrada en la naturaleza».

Pero volvamos al significado del espacio público urbano, a sus distintas acepciones y funciones a lo largo del tiempo. En primer lugar el «espacio público» encarna un concepto jurídico instrumental: algún dispositivo (caminos, calles, carreteras ... ) es indispensable como forma de acceder a las distintas propiedades privadas, tanto en la ciudad como en el territorio. Este tipo de espacio puede carecer en principio de cualquier otra cualidad estética, funcional o social: su utilidad se limita a esa función de proporcionar una accesibilidad satisfactoria a los distintos usos privados del suelo. Este carácter instrumental puro vuelve a cobrar actualidad en los nuevos territorios urbanos dispersos, donde el único espacio público reconocible es la red de carreteras.

Pero existen concepciones más vigorosas del espacio público urbano. Weintraub2 describe con agudeza las dos visiones en las que se asienta todavía la ciudad europea.

La versión clásica, de estirpe greco-romana-republicana, y la visión moderna, ligada con la experiencia secular y las prácticas sociales que se dan en la ciudad multifuncional y compacta. Ambas han entrado en crisis en los nuevos territorios urbanos de las postmodernidad. En la concepción clásica el ámbito público (public realm) es el espacio de la comunidad política basada en la ciudadanía, cuya expresión básica se muestra en una activa participación en la toma de decisiones colectiva. Su encarnación física y social es la «polis» (autónoma, deliberativa y democrática), cuya tradición continúa la República (res publica). En esta visión la vida social pública no se identifica sin más con el conjunto de calles de la ciudad, sino con un espacio público singular y especialmente significativo: el ágora como espacio de discusión y confrontación en el que prevalecen las ideas mejor fundamentadas y argumentadas, no las más votadas por electores pasivos, como es el caso de la moderna «democracia de mercado»3.

En la visión moderna, ligada con la ciudad industrial europea, el espacio público reduce su intensidad participativa a la vez que amplía su territorio. Aquí sí coincide con la trama de calles y plazas de la ciudad. Áhora la calle es el espacio de la sociabilidad difusa, más que el marco de la actividad o la participación políticas. Estas se recluyen en edificios e instituciones específicas (Parlamentos, etc.) a la vez que se especializan (políticos profesionales, líderes, etc.). Aunque excepcionalmente -y esta excepción es extraordinariamente significativa- la calle puede seguir siendo el marco de actividades políticas especiales: conmemoraciones públicas, desfiles, manifestaciones, protestas colectivas. Pero la norma es que la calle se configure como la red de espacios donde tiene lugar la convivencia colectiva cotidiana. Convivencia que está marcada por la coexistencia inmediata de individuos y actividades heterogéneas, por la realidad complementaria de la proximidad física y la distancia social, por los juegos bifrontes entre anonimato y tolerancia, entre libertad y responsabilidad. Sobre este tipo de espacio público se basa la mejor tradición urbana europea, transmitida a los países latinoamericanos y a los Estados Unidos y Canadá.

Las innovaciones en el terreno de las comunicaciones -en primer lugar la movilidad privada que permite la generalización del automóvil y, complementariamente, la moderna revolución cibernética-, están trastocando de manera significativa algunos de los parámetros básicos del modelo clásico de sociabilidad difusa y, por tanto, la eficacia y el sentido de su contenedor espacial, la red de espacios públicos urbanos. Que vuelve a recuperar su carácter instrumental neutro, desprovisto no ya sólo de contenidos políticos sino también de interacción social. El ascenso de los ámbitos de privacidad socava la vitalidad del espacio público, ya que la existencia de éste «es indisociable de la existencia de prácticas sociales colectivas»4. Frente a los espacios públicos cotidianos, asociados con la identidad de las personas que los frecuentan periódicamente, surgen los «no lugares» descritos por Augé: las autopistas y las vías de circulación rápida, los aeropuertos y los grandes intercambiadores, los grandes centros comerciales suburbanos. Son los espacios de la velocidad, el tránsito y la soledad compartida por millones de individuos.

En última instancia el espacio público se contrae a la vivienda familiar o unipersonal, afirma Javier Echevarría. El antiguo paseo por la ciudad y sus plazas ya no es necesario: todo se puede tener, contemplar, oír y disfrutar sin traspasar la puerta de la casa de cada cual, gracias a la varita mágica que es el mando a distancia de la televisión. Que si se conecta a Internet permite incluso la «interactividad», la charla de café virtual entre lugares muy alejados del planeta. En resumen, las perspectivas del espacio público postmoderno apuntan en un doble sentido: hacia su contracción virtual dentro del ámbito de una privacidad amueblada por televisión y PC y hacia su concepción instrumental, vaciada de contenidos sociales y degradada hasta su conceptualización como «no lugares». Más tarde volveremos sobre estos aspectos al desarrollar las dimensiones de la crisis de los espacios públicos en la ciudad contemporánea.

 

2. Las condiciones de viabilidad del espacio público urbano

Pese a la desfavorable evolución que refleja la transición que acabamos de delinear, existe un indudable interés político y cultural en toda Europa, incluso en Estados Unidos, en reivindicar la permanencia, utilización y vitalidad de los espacios públicos, tanto de los existentes como de los que se puedan recrear en las nuevas zonas de expansión. Una reciente exposición del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (1999), dedicada a presentar 29 proyectos de mejora de espacios públicos en distintas ciudades europeas entre 1980 y 1999, llevaba por significativo título «La reconquista de Europa»: reordenación de calles, avenidas y plazas, de playas y frentes marítimos, cubrición de autovías urbanas y reintroducción de tranvías, etc. El leit motiv se centra en actuaciones que tratan de revertir la tendencia a conceder la máxima prioridad al automóvil y al tráfico rodado, favoreciendo la vida urbana de calle y los desplazamientos peatonales.

Para Borja5 el dilema básico del urbanismo actual estribaría en «acompañar los procesos desurbanizadores/disolutorios de la ciudad mediante respuestas puntuales y políticas sectoriales sometidas al mercado», o bien en «impulsar políticas de ordenación urbana y de grandes proyectos que favorezcan la densidad y la heterogeneidad funcional y social». En su perspectiva el espacio público se puede valorar por «la intensidad y la calidad de las relaciones sociales que facilita, por su capacidad de mezclar grupos y comportamientos, de estimular la identificación simbólica, la expresión y la integración cultural». El espacio público urbano sigue siendo el lugar privilegiado de ejercicio de la ciudadanía y de expresión de los derechos civiles: «una ciudad que funciona exclusivamente con el automóvil privado y con centralidades especializadas y cerradas [...] no facilita el progreso de la ciudadanía, tendiendo a la segmentación, el individualismo y la exclusión».

A diferencia de los seudo-espacios públicos que configuran los modernos malls y «centros comerciales» -reconstrucción paródica de los clásicos ejes y zonas comerciales urbanas-, la utilización del espacio público no está sometida a otras reglas ni códigos de comportamiento que los derivados del derecho civil general. No existe el «derecho de admisión» ni los más o menos sutiles filtros que imponen aquéllos. Las actividades sociales lúdicas o políticas están permitidas (dentro de ciertos límites) sin que deban someterse a los imperativos del consumo. En este sentido el espacio público es el espacio de las libertades y también de la responsabilidad; la amplitud de actividades y comportamientos que permite sólo esta condicionada por un ejercicio activo de la tolerancia y por una asunción libre de un cierto nivel de riesgo. Como dice Lofland6, la ciudad, en especial si es grande, es una escuela de cosmopolitismo y de aprendizaje de valores cívicos.

Intentaremos plantear a continuación, de la manera más ordenada posible, las que parecen ser condiciones de viabilidad de un espacio público urbano significativo, es decir, con unas cualidades formales y funcionales que aseguren unos niveles de frecuentación razonablemente elevados.

En primer lugar, hay acuerdo generalizado en considerar la complejidad funcional, la mezcla de usos y actividades, como la condición básica para que eso ocurra. En la ciudad clásica la superposición de vivienda, comercio, servicios personales, pequeños y medianos equipamientos públicos o privados, pequeños talleres urbanos, etc., creaba las condiciones idóneas. Según se han ido generalizando las técnicas del zoning exclusionario la producción de piezas monofuncionales que aseguran la homogeneidad funcional y social, se ha ido reduciendo la complejidad urbana. El desafío que se presenta a los profesionales del urbanismo y a los responsables es el diseño de nuevos barrios o distritos que, sin asumir la promiscuidad funcional de la ciudad del XIX, impulsen la coexistencia de usos residenciales, de empleo, de dotaciones públicas y privadas de proximidad, de concentraciones comerciales y de servicios locales.

Intimamente ligado con el punto anterior está el tema del comercio de proximidad. Probablemente sea ésta la actividad singular más relevante a la hora de construir un espacio urbano significativo. Y es sin embargo la más cuestionada por la proliferación de las grandes superficies, vinculadas a la red arterial metropolitana y al uso del automóvil, que, irresponsablemente y con una notoria miopía, las autoridades municipales y regionales no han sabido limitar y encauzar.

La consecución de densidades residenciales mínimas es también un factor clave en la construcción de un espacio público relevante. No se puede proponer volver a las altísimas cifras de las ciudades españolas de hace 2 ó 3 décadas (hasta 150 y 200 viviendas por hectárea), ya estrictamente limitadas por la Ley del Suelo de 1976 que impone un máximo de 75 viv/Ha. Pero entre aquellos máximos y los excesos del suburbio anglosajón (entre 1,5 y 6,5 viv/Ha en 10 áreas suburbanas USA analizadas en 1989), caben soluciones intermedias. Que Downs7 propone elevar a valores comprendidos entre las 20/30 viv/Ha y Calthorpe8, el máximo adalid del New Urbanism americano, sitúa entre 25 viv/Ha para sus «Neighborhood Transit Oriented Developments (TOD's)» y 45 viv/Ha para las «Urban TOD's». Nuestras propias investigaciones sitúan las mínimas densidades recomendables -que permiten fácil accesibilidad peatonal al transporte público y a los equipamientos y comercios de proximidad- entre 45 y 55 viv/Ha. Estas densidades permiten ciertos niveles de mezcla tipológica: algunas torres, bloques bajos y hasta un 20/30% de viviendas unifamiliares adosadas.

La continuidad espacial de los tejidos urbanos es otra precondición importante. Con frecuencia cuestionada desde la lógica del crecimiento por piezas autónomas segregadas entre sí por vías arteriales, vacíos o, simplemente, por criterios de diseño carentes de la mínima coordinación. Además de la densidad, que asegura unos niveles razonables de compacidad a nivel de cada pieza, es imprescindible que la suma de éstas configuren un espacio urbano continuo y articulado. Sólo este conjunto permitirá alcanzar umbrales poblacionales y de actividad mínimos que aseguren su vitalidad (podemos estimar este umbral en unos 50.000 habitantes, la cifra de una pequeña ciudad o de un distrito urbano que supere la ensimismada visión de las clásicas «neighborhood units», 10 ó 12 veces más reducidas).

Otras características del diseño físico deberán asegurar la construcción de un espacio público viable en condiciones de densidad y localización que ya no son las de la ciudad central. Entre éstas podemos subrayar: la necesaria claridad en la delimitación y formalización de los espacios públicos; la conveniencia de un dimensionamiento apropiado que huya del fácil convencionalismo que identifica calidad con cantidad (por ejemplo, en la provisión de zonas verdes públicas o en el tamaño y frecuencia de las plazas o espacios peatonales); hay que tener en cuenta que las dimensiones deben guardar proporcionalidad con los niveles de frecuentación y de actividad esperados: nada menos favorable al renacimiento de la vida de calle que tamaños desproporcionados que acaben diluyendo la limitada actividad pública de las nuevas periferias; en este mismo sentido se imponen criterios de concentración de las actividades más significativas en torno a determinados ejes o nodos que se convertirán en la referencia de la sociabilidad pública local.

Finalmente se debe plantear un requisito esencial que, sin embargo, no pasa por políticas urbanísticas o criterios de diseño, como los anteriores. La permanencia de los espacios públicos urbanos frecuentados exige niveles mínimos de integración y cohesión social. Una sociedad desestructurada, con importantes sectores excluidos, no puede generar un espacio público que ofrezca niveles de seguridad personal razonables. En este sentido la continuidad de los sistemas de seguridad social que caracterizan el Estado del Bienestar europeo (y su progresivo fortalecimiento en los países latinoamericanos) es una condición imprescindible para asegurar la vitalidad de los espacios públicos, no importa cuál sea la magnitud de los «proyectos urbanos» de mejora que se acometan en ellos. La alternativa es la retracción en la privacidad o en los enclaves de ocio y consumo que ofrece el sector privado (véase el vívido resumen que ofrece, precisamente para las grandes ciudades iberoamericanas, J. C. Castañeda 9).

 

3. Dimensiones de la crisis de los espacios públicos en la ciudad contemporánea Las nuevas realidades urbanas dispersas y fragmentadas se caracterizan por sus extensas periferias suburbanas de baja densidad y absoluta especialización residencial, parques de actividad o polígonos industriales asimismo especializados y grandes enclaves comerciales estratégicamente localizados en las intersecciones de autopistas o autovías.

En este paisaje, ante el que Françoise Choay y tantos otros se extasían glosando «la muerte de la ciudad» y la dudosa gloria de una nueva urbanidad dispersa, el espacio público entendido como lugar de convivencia e interacción social, fácilmente accesible a todos sin restricciones, ha hecho crisis. Evidentemente, se trata de un paisaje en que pocas o ninguna de las «condiciones de viabilidad» que enumerábamos arriba son ya posibles. Esta crisis se puede analizar aludiendo a sus dimensiones básicas:

 

 

4. La especificidad del caso de las ciudades latinoamericanas:

situación actual y posibles líneas de actuación15

El espacio público de las ciudades europeas está claramente afectado por la triple crisis descrita en el punto anterior; a la vez proliferan las iniciativas de recuperación y se precisa el andamiaje teórico y practico que exigiría conservar su vitalidad (punto 2). Es evidente la tensión entre las tendencias estructurales, las actuaciones puntuales y las políticas urbanas generales que permitirían la reversión del proceso. Antes de plantear las posibles líneas de actuación en Latinoamérica, conviene precisar algo más las potencialidades y los límites de las iniciativas europeas. En primer lugar hay que subrayar sus contradicciones:

En muchas ciudades latinoamericanas la crisis de las ciudades, en particular de sus espacios públicos, viene agravada por la mayor debilidad inversora de las distintas administraciones, en particular de las locales, y por unos esquemas de reparto de la renta más desequilibrados, con sus secuelas de marginalidad, exclusión social, inseguridad y violencia. Algunos centros históricos -los de las ciudades mexicanos o determinados sectores del sur de Buenos Aires, por ejemplo- se degradan y empobrecen. Los grandes desarrollos reticulares del siglo xx carecen con frecuencia de la densidad que hace posible las relaciones de proximidad. La extensión de los crecimientos irregulares representa una forma de crisis total (un espacio público espontáneo, carente de los mínimos servicios de urbanización, segregado respecto al de la ciudad normalizada). Los sistemas de transporte colectivo son insuficientes y caóticos, etc. Las soluciones clásicas del liberalismo económico preconizan la «modernización» de las áreas urbanas/metropolitanas, lo que implica el drenaje de los escasos recursos públicos hacia la construcción de redes arteriales y de algunos megaequipamientos. Lo que a su vez induce las tendencias hacia la dispersión de actividades, la construcción de enclaves residenciales privatizados (fraccionamientos exclusivos en México, countries en Argentina, ... ) y de nuevos subcentros comerciales y de ocio en la periferia que agravan la crisis de la ciudad central.

Es difícil plantear líneas de actuación generales para un conjunto geográfico tan amplio y diverso; más cuando el pretendido modelo de referencia -«la ciudad europea tradicional»- tampoco está exento de problemas y contradicciones, no en vano estamos inmersos en la era donde la globalización de los paradigmas económicos y productivos impone sus reglas con extremada contundencia. En todo caso las «condiciones de viabilidad» que exponíamos más arriba estimo son válidas como guía general. Complementariamente se podrían señalar algunas líneas de trabajo:

 

Notas

1 Richard Sennett, La conciencia del ojo, Barcelona, 1991.

2 Jeff Weintraub, «Varieties and vicisitudes of public space», en Ph.

Kasinitz (ed.), Metropolis Centre and Symbol of our Times, Londres, 1995.

3 Félix Ovejero Lucas, «Democracia de mercado y ética ambiental»,

Claves de Razón Práctica, nº 68, 1996.

4 Inés Sánchez de Madariaga, Introducción al urbanismo. Concepto y

todos de la planificación urbana. Madrid, 1999.

5 Jordi Borja, «Ciutadania i espai public», en Borja, Nel·lo y Vallès, La

Ciutat del futur, el futur de las ciutats, Barcelona, 1998.

6 Lyn H. Lofland, «Urbanity, tolerance and public space. The creation of cosmopolitans», en L. Deben et al (editores), Understanding Amsterdam.., Amsterdam, 1993.

7 Anthony Downs, New Visions for Metropolitan America, Washington, 1994.

8 Peter Calthorpe, The Next American Metropolis, Nueva York, 1993.

9 Jorge G. Castañeda, «Criminalidad y Estado de derecho en América Latina», El País, 17-3-1998.

10 Mchael Walzer, «Pleasures and Costs of Urbanity», en Ph. Kasinitz

(ed.), Metropolis. Centre and Symbol of our Times, Londres, 1995.

11 Fortress America. Gated Communities in the US, Massachussets, 1997.

12 Puebla Urbanización y política urbana, Puebla, 1994.

13 «¿Barrios cerrados o ciudad abierta?». Ciudad y Territorio. Estudios Territoriales, nº. 110, 1996.

14 «Reclaiming our public spaces», en Kasinitz, op. cit.

15 Para la redacción de este punto he tomado como referencias las ciudades de los países latinoamericanos sobre los que dispongo de una experiencia directa: México, Argentina y Cuba, en particular los dos primeros, dada la peculiaridad político/económica del tercero.

16 «Globalización, territorio y población. El impacto de la mundialización sobre el territorio español» (documento de trabajo no publicado, 2000).