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Eloy Méndez *
VECINDARIOS DEFENSIVOS LATINOAMERICANOS. LOS ESPACIOS PROHIBITORIOS DE LA GLOBALIZACIÓN Introducción La ciudad actual es fragmentaria. Franjas de espacio urbano de distintos tamaños se suceden en sorpresivas arritmias disonantes. Se trata de porciones con uso diferenciado y desarticuladas entre sí tanto en su funcionamiento como en su percepción visual. Cada vez es más frecuente que fracciones sociales homogéneas ocupen fracciones de suelo aisladas entre sí, recordando sin intención las antiguas empalizadas o núcleos pertrechados de construcciones laberínticas. Los fraccionamientos residenciales cerrados, o vecindarios defensivos[1], no son una fórmula novedosa. Sí lo es la tendencia a predominar en cuanto forma planeada de construir la ciudad, en la misma medida que se convierte en un urbanismo naturalizado, el modo “natural” de hacer y percibir el entorno construido, de establecerlos en proyecto de ciudad alternativo a la preexistente. Los vecindarios defensivos son una experiencia amparada en la demanda social de la seguridad, justificada mediante un discurso emergente que le atribuye las cualidades de lo apropiado y le inviste de las ventajas de lo prohibido. En el México de las ciudades medias y de las zonas metropolitanas de las décadas recientes es cada vez más relevante el fenómeno del cierre de los conjuntos habitacionales. Arquitecturas autónomas y franjas urbanas confluyen en el aprovechamiento de las ventajas de aglomeración. Ambas configuran vecindarios defensivos que evitan el libre acceso, consagrando la exclusividad de un espacio así convertido en fragmento de ciudad, evidenciando una fractura social incorporada sin más a la vida cotidiana, naturalizada. Cabe pensar, pues, en la existencia de una morfología y fundamentos de la práctica del espacio prohibitorio con ciertas regularidades y relevancia en el estilo de vida excluyente, ya que “en una sociedad como la nuestra son bien conocidos los procedimientos de exclusión”, para lo cual se vale con frecuencia de “lo prohibido”. No existe sólo la actitud de refugio en la seguridad grupal que multiplica la epidermis de la casa cancelando el acceso de otros, “sino de una separación y un rechazo” (Foucault, 1982, p. 4 y 5) del entorno urbano, del orden precedente. El reforzamiento de las barreras que pretenden evitar el acceso a quienes no pertenecen al grupo social así establecido suele asociarse con la imagen de las fortalezas europeas de la Edad Media (Geraiges et al, 2002; Lacarrieu, 1998). Para Gastón Bachelard (1983), la clausura medieval no se reduce a la línea envolvente del conjunto -mecanismo de autoprotección similar a la concha del caracol-, es la simultaneidad de la casa-fuerte y la ciudad-fuerte. La fachada se cierra lo mismo para la perspectiva externa al núcleo como a la vista de la calle y el recinto. El molusco y sus dispositivos defensivos naturales se petrifican en la fortaleza. La metáfora es perfecta. La envoltura calcárea es inseparable de la delicada fibra del animal, casi tanto como la muralla extiende la vestimenta protectora del guerrero. Ambos marcan con nitidez la dicotomía fuera-dentro, interior-exterior del espacio[2]. Guardadas las distancias espacio temporales que echan por tierra toda similitud, residencias individuales y vecindarios defensivos cifran en la exclusividad la adquisición y disfrute de bienes escasos como la seguridad[3], infraestructura, servicios y aún espacios públicos reservados. A su vez, los hogares, última coraza del ámbito familiar, son ambientes encapsulados. Interrupciones abruptas del tejido urbano por vallas privadas y muros continuos formados por la espalda de las casas son un fenómeno anómalo más o menos tolerada por las autoridades locales, al tiempo que es aceptada y aún impulsada por la sociedad civil, sugiriendo no pocas interrogantes que rebasan los alcances de estas notas interesadas en puntos básicos: ¿en qué consisten los vecindarios defensivos? ¿Cómo se fundamentan para la práctica de la arquitectura y el urbanismo? Si bien son un instrumento de “marketing” urbano, ¿responden a una demanda real y una forma de ver y vivir la ciudad? Ahora bien, en el declive de las metrópolis norteamericanas proliferan intervenciones urbanísticas alternativas, donde coexisten con las “gates communities” los “malls”, los parques temáticos, o las ciudades del entretenimiento, lugares que escenifican actividades colectivas de un modo de vida característico de la modernidad tardía ante la agorafobia, o abandono de los espacios públicos tradicionales, la plaza y la calle. Las políticas urbanas de las últimas tres décadas en Latinoamérica (Svampa, 2001; Cabrales, 2002; Rodríguez, 2002) hacen eco de este modelo globalizado. Operaciones recientes introducidas en las ciudades mexicanas lo confirman: megaproyectos, revalorización y reuso de centros históricos, gigantescos centros comerciales y vecindarios defensivos que intentan adoptar imagen y función norteamericanas. Con el propósito de evaluar los vecindarios defensivos en tanto oportunidad de diseño ensayado para resolver el desafío de la inseguridad, las siguientes reflexiones tocan cuestiones particulares de la experiencia latinoamericana, cimentando bases para formular hipótesis y nuevas interrogantes e identificar elementos comunes a las experiencias citadas. En una región que muestra nítidos los rasgos del simulacro y la apariencia en la arquitectura (Méndez, 2002), donde la identidad de los espacios locales se basa en la confluencia de imaginarios forjados en territorios diversos es interesante estudiar las paradojas de la profusión de fronteras interiores en las ciudades[4], propiciatorias del espacio del ostracismo. Espacio - Sociedad El cierre del espacio habitacional de grupos sociales homogéneos en franjas de suelo urbano cualificado para integrarse a la ciudad a la vez que para separarse de ella, es el anticipo del vecindario defensivo. Son franjas sociales –compuestas en su mayoría por las clases medias y alta- con la expectativa de obtener de los promotores de bienes raíces la forma espacial que les garantice en unidades colectivas la seguridad del lugar, la libertad y el marco del estilo de vida verde requeridos en lo individual. Los agentes sociales de apoyo –arquitectos, diseñadores, planificadores urbanos-, se ajustan a las condiciones del gusto, solvencia económica e inclinaciones ideológicas circunstanciales. Los vecindarios constituidos no son agrupaciones preexistentes al conjunto habitacional[5], estas más bien se dan en el cruce del interés social general por obtener y producir un ambiente con determinada forma, con las funciones desplegadas por los agentes que participan en el diseño urbano detentando la respuesta a la demanda del mercado, lo que supone la disposición a adquirir un bien inmueble a la manera de llave que franquea la puerta de una casa a la vez que viene a materializar un espacio social[6] determinado. Con la propiedad de la casa se cristaliza la pertenencia de tal cantidad de signos distintivos que garantizan la diferenciación del poseedor respecto a quienes no los poseen (la mayoría de la población urbana), así como su integración al grupo de los afortunados[7]. De ahí el efecto de unión y separación de este estilo de vida. La preeminencia del espacio social está definida “por la exclusión mutua (o de la distinción) de las posiciones que lo constituyen, es decir, como estructura de yuxtaposición de posiciones sociales” (Bourdieu, 2000: 120). El espacio social se forma por la relación de posiciones o agentes sociales afines que para relacionarse se integran y al asumirse se excluyen; se establece una trama cambiante de ubicaciones y distancias. Por tanto, el espacio social se evidencia gracias a las distancias establecidas por la exterioridad de las posiciones tanto en el interior de los grupos homogéneos como entre éstos y los grupos diferentes. Siguiendo a P. Bourdieu, el espacio social es una representación de la noción de clase social. Si bien es imposible obtener una representación gráfica –visible- del complejo tejido social, es razonable aceptar que se objetiva en el espacio físico. Las yuxtaposiciones, distancias y jerarquías sociales serían ilegibles sin su representación simbólica en un determinado orden en el que privan también las exterioridades de cuerpos, de cosas. Más todavía, la estructura del espacio tiende a adquirir carta de naturalización[8], aparece como extensión inevitable y necesaria de la acción social. Capacidades adquisitivas y capital cultural ordenan de alguna manera el tejido urbano, bordan en él las partes de ciudad, montan escenarios acordes a sus disposiciones, al grado que “el consumo más o menos ostentoso de espacio es una de las formas por excelencia de la ostentación del poder” y en contraparte, “aquél a quien se caracteriza como “sin casa ni hogar” o “sin domicilio fijo” no tiene –prácticamente- existencia social” (Ibid). Mediante la arquitectura se procede a fijar, a anclar en el lugar los referentes físicos de relaciones, agentes y diferencias. Simboliza la ubicación social del sujeto, retiene sus amarres locales, vecinales y extra locales. Destaca sobre el entorno del mismo modo que la economía de su propietario destaca sobre el vecindario y la ciudad. La volumetría edificatoria no es el único recurso para lograrlo, también cuenta la ubicación estratégica y la orientación del gusto ahora influido, entre otras cosas, por el respeto al medio natural y el disfrute de sus bondades. De manera que esto contribuye a definir las categorías de percepción y valoración del medio edificado, cuya estética ha de corresponder desde luego al “buen gusto” predominante. La tipología arquitectónica es en consonancia más o menos homogénea y a tal grado apropiada, que eventuales diseños extravagantes son absorbidos por las reglas establecidas y aún por el juicio crítico de los vecinos (no así la introducción de una vivienda de bajo precio en un entorno residencial alto). Lo bueno y lo malo, lo feo y lo bonito, tanto como la disposición para obtenerlos y juzgarlos, son parte del patrimonio cultural del espacio social, que establece también los linderos del campo de producción arquitectónica, sujetando de esta manera desde el espacio social las regulaciones del espacio físico, que ha de repetir yuxtaposiciones, distancias y jerarquías. Aquellos grupos sociales distinguidos mediante su emplazamiento en la ciudad potencian su inversión inicial incorporando valores sociales y simbólicos mediante “el efecto de club resultante de la reunión duradera (en los barrios elegantes o las residencias de lujo) de personas y cosas que, diferentes de la mayoría, tienen en común no ser comunes” (Ibid, 124). Por si no fuera suficiente, reglamentos y consensos internos terminan de mostrar la exclusividad del grupo social acotado de la misma manera que el conjunto arquitectónico correspondiente. No es lo uno sin lo otro. Se establecen y naturalizan fronteras. Se fija la relación excluyente dentro-fuera. Queda marcada la distancia para los indeseables[9]. La privacidad antes expuesta a los dispositivos de vigilancia y control públicos queda en manos del vecindario, ahora enfrentado a una paradoja: “en todo este proceso descentralizador de la vigilancia, el aumento de las capacidades está íntimamente vinculado al incremento de la vulnerabilidad” (Whitaker, 1999, p. 149). Los vecindarios defensivos materializan una forma espacial en principio ingeniada para ser ocupada por grupos sociales desarraigados de la ciudad[10]. El estudio morfológico no se agota en el registro –o descubrimiento- de las regularidades de la forma física de los asentamientos, cuyo propósito es obtener la tipología del fenómeno, más bien se refiere a la correspondencia causal de la forma del espacio con la sociedad que lo ocupa. La forma de los actuales aislamientos autoprotegidos no proviene, pues, del remoto feudo amurallado, ni es una súbita invención de los urbanistas contemporáneos, es sobre todo una figura de arraigo profundo en la tradición anglosajona con raíces indudables en la estructura económica, en las nuevas preferencias de las clases medias y la influencia del movimiento postmoderno de la arquitectura y el urbanismo. Esta puesta en valor por las sociedades latinoamericanas se refuerza con las innovaciones recientes de sus similares norteamericanas. La forma cerrada materializa un orden social determinado. “La modernidad es esencialmente un orden post-tradicional”, sostiene Anthony Giddens (1991), un orden representado en la construcción y el dinamismo de las urbes anglosajonas de la segunda posguerra y en fragmentos de las grandes ciudades latinoamericanas, formando parte de los mecanismos de “liberación” de las instituciones sociales. Tales mecanismos, dice A. Giddens, invaden los ámbitos sociales plasmando la modernidad en la vida cotidiana incluyendo, desde luego, el espacio habitable, que contribuye a obtener la seguridad de individuos y colectividades. El vecindario cerrado es una muestra de la búsqueda exacerbada de la seguridad derivada del incremento de la incertidumbre; es la sofisticación de formas protectoras ensayadas a lo largo de la historia, desembocando con frecuencia en vericuetos urbanísticos de morfología premoderna remitida al escondrijo del laberinto. Se constituye así un orden que responde a la cuestión existencial enunciada por Giddens (Giddens, 1991, p. 14) “¿Cómo debo vivir?” que a la larga define la identidad propia. Primero el miedo, luego la forma De la revisión[11] de la experiencia arquitectónica y urbanística norteamericana, desde la segunda posguerra, se obtienen elementos para la comprensión del origen de los vecindarios defensivos como continuación y alternativa de la experiencia suburbana[12]. Durante los lustros inmediatos a 1945, la suburbanización registra un auge inusitado respecto a los doscientos años de su trayectoria precedente, convirtiéndose en la forma urbana predominante de los Estados Unidos que genera un nuevo tipo de ciudad. La creación cultural del suburbio proviene tanto la ocupación de grandes áreas rurales en torno a las ciudades interiores de las metrópolis, como la producción masiva de vivienda, son propiciadas por el fantasma de la repetición de Hiroshima en suelo estadounidense, así como por la intensa producción automotriz y el correlato en el tendido de carreteras asfaltadas[13]. La ideología que abraza la vida campirana, la promoción de la familia como pilar social, la elevación de los índices de confort de la vivienda y el apoyo recibido de las campañas televisivas favorecen no sólo la descentralización urbana, también el origen de la nueva forma reforzada por la descentralización simultánea de las funciones de gestión e instalaciones industriales. Esto es, la dispersión urbana brinda las certidumbres de repente abandonadas por la riesgosa aglomeración deteriorada por la creciente segregación y deterioro de las ciudades interiores, sujetas a la reocupación por las minorías étnicas de población hispana y negra. La declinación de la fe en la ciudad moderna entendida como la unidad espacial poseedora de los atributos necesarios para la realización humana del individuo y la sociedad, es expresada en el medio norteamericano en pleno auge urbanístico de la segunda postguerra[14], ante la demolición recurrente de los viejos centros urbanos para la redensificación en el más ortodoxo esquema del suizo-francés Le Corbusier, dedicado a erigir torres de apartamentos y oficinas en planicies generosas abiertas en los corazones urbanos. La crítica de Jane Jacobs en Death and Life of Great American Cities (1973) reclama el desconocimiento de la ciudad real por parte de los urbanistas, pues “desde Howard y Burnham hasta las más recientes enmiendas a las leyes de reordenación urbana, toda la trama de la tragedia no tiene nada que ver con la manera de ser y funcionar las ciudades en la vida real” (J. Jacobs, 1973: 30). Este diagnóstico temprano se desprende sin duda de una interpretación crítica de las metrópolis norteamericanas formadas con los inmigrantes que provienen de los “company towns”, así como de “las plantaciones, de las granjas-factorías, de las tierras de subsistencia y pan llevar, de las aldeas mineras y de los suburbios-para-una-sola-clase” (Ibid, 464), cuyo desconocimiento lleva a la simplificación de los “complejos organizados” que son las ciudades[15]. Jacobs proclama la diversidad de la sociedad urbana[16] y cuestiona la nociva segregación[17] de la apropiación excluyente del espacio de la ciudad al preguntarse “¿Supone por fortuna alguien que en la vida real las respuestas y soluciones a las grandes cuestiones que nos preocupan puedan venir de aglomeraciones o asentamientos homogéneos?” (Ibid., 468). Los razonamientos de la autora pueden interpretarse desde la preocupación por el desfase entre la “ciudad real”, la constituida por la sociedad prevaleciente de perfil multicultural cambiante, y la tradición del urbanismo de la primera mitad del siglo. La debilidad señalada del entramado urbano es la especialización funcional de las zonas residenciales, a través de los suburbios sólo destinados al uso habitacional según los ingresos económicos de los residentes. Del mismo modo aparece un elemento que ha de ser constante en autores de entonces y posteriores, las falacias del pensamiento, la visión errónea de la realidad que desemboca en acciones inadecuadas en la práctica del urbanismo. Más aun, la autora llama la atención desde entonces sobre la inseguridad y el miedo[18]. Contemporáneo de Jacobs, Lewis Mumford (1989) amplifica el drama de la metrópoli. Los suburbios consolidados proliferan, donde la cima del éxito social y económico es coronado con los mejores ejemplos de la innovada tipología de residencias soleadas, aireadas, arboladas e higiénicas, diseñadas y construidas en los suburbios por figuras como los arquitectos Henry Hobson Richardson y Frank Lloyd Wright. Amplios ventanales de vidrio, audaces volados de concreto y el lucimiento de materiales a la vista dan cuerpo a la estética moderna de la casa solariega del individuo triunfador, quien da la espalda a los barrios convencionales de la asfixiante metrópoli para aventurarse en el medio rústico, silvestre y saludable para la familia incontaminada[19]. La búsqueda de la libertad en el campo sin muros ni burocracias, o rígidos controles que obstaculizan la vida comunitaria, recibe un nuevo impulso con la producción masiva del automóvil y el fortalecimiento del sistema carretero. Para Mumford, el suburbio es la forma urbana difundida por la consolidación de un modo de vida. Se funda en el rechazo a la ciudad de masas que evita el contacto humano, abrazando el valor primario de conservación del núcleo social básico, la familia. Y por tanto, la dinámica del vecindario suburbano termina girando en torno al club campestre. El mecanismo para alcanzar el espíritu comunitario se revela selectivo sobre el rasero económico y cultural. En el diseño del suburbio se deposita la confianza de que la cohesión social habría de darse en consecuencia de la contigüidad física. La valoración de comunidad se adquiere gracias al efecto de club. Pero –descubre Mumford-, el crecimiento desmesurado de los suburbios ha revertido la idea original, la dispersión de la expansión urbana no sustituye la ciudad previa, tampoco rivaliza con su equipamiento cultural, ni se ha constituido el vecindario, se ha creado, más bien una no-ciudad, la anti-ciudad. No se ha creado una forma urbana alternativa. La masificación de los suburbios, pues, disolvió el vecindario y el avecindado solitario ingresó a la vida encapsulada del automóvil y el televisor[20]. Ahora el juego da sentido a la frivolidad de la vida cotidiana en la alberca, el campo de golf y el salón de fiestas cocteleras; el trabajo compulsivo de la vida en la gran ciudad es sustituido por el juego compulsivo, en un espacio que igualmente se ha expandido y sobre-especializado. El suburbio, insiste Mumford, se asocia con la innovación de la forma urbana, pero ha adquirido imagen y dimensiones inhumanas. La autosegregación “en la práctica significa la asociación compulsiva, o al menos la cohabitación; si hay alguna opción preexistente, se instala fuera de la comunidad inmediata” (Mumford, 1989, p. 493). Mumford propuso un modelo de ciudad alternativa en The Culture of Cities (1976), publicado en 1938, previo al giro acentuado en la posguerra por el movimiento moderno. La ciudad ideal obedecería a principios básicos: 1) debe expresar el espíritu comunitario a través de sus dimensiones peatonales y la humanización de los espacios públicos; 2) la forma, imagen y funcionamiento ha de fundir los rasgos más rescatables del modelo medieval y la ciudad jardín; 3) el centro de la ciudad ha de integrarse con los equipamientos simbólicos de integradores de la comunidad (iglesia y escuela) en torno a un amplio espacio abierto, y 4) el equilibrio natural de la concentración urbana radica en la integración al entorno regional. Los criterios de diseño son de lo más variado: introduce la supermanzana, obviamente de dimensiones mucho mayores a la manzana convencional; los accesos viales son con frecuencia diseñados de acuerdo al cul-de-sac y otras formas que facilitan el retorno y evitan los cruceros, induciendo de esta manera la afluencia en áreas comunes con amplias zonas verdes, a la vez que separa flujos peatonales y vehiculares; la imagen sería de unidad y orden; la arquitectura eludiría la estética maquinista promovida en las urbes europeas de la época y se alimentaría de la tradición nacional, en los antecedentes históricos negados por el movimiento moderno. La arquitectura de Lloyd Wright es el epítome de la tradición revalorada en el contexto moderno y en la fusión campo-ciudad. Inspirada en los principios de la democracia estipulada por Jefferson, se promueve la pequeña comunidad participativa y autogestiva, de tamaño no mayor a los 5.000 habitantes propuestos por Platón para la ciudad ideal. El vecindario sería la célula fundamental de la sociedad y en consecuencia el módulo territorial para la expansión celular de la ciudad. Christopher Alexander (1971) establece la disyuntiva de la época en función de las ciudades “naturales” -o de formación espontánea- y las ciudades “artificiales” -o planificadas-. Lamenta la pérdida del sentido humano de las segundas, basadas en el modelo de ciudad ingeniado para producir eficientemente. Sus críticas parten del análisis comparativo de dos ciudades disímbolas, la primera asociada con experiencias más o menos antiguas -donde el modelo medieval es referencia obligada- erigidas sin plan previo, y la segunda toma ejemplos más bien recientes basados en la planeación. Cuestiona el comportamiento errático de la ciudad funcional del siglo XX y en particular las propuestas del racionalismo abstracto y maquinista de Le Corbusier. Los contactos, el roce visual y táctil, componentes indisociables de la relación humana, son posibles en disposiciones espaciales apropiadas a la materialización de infinita variedad de encuentros. Viviendas, plazas, talleres, templos, mercados y toda clase de adecuación del espacio físico se presentan en lugares mezclados de tal manera que las personas viven en un entorno material propicio para obtener un marco social de relaciones satisfactorias, dice C. Alexander. Por el contrario, la zonificación ha servido en la planeación moderna de la ciudad para agrupar de manera artificiosa espacios, y para agrupar también a las personas de acuerdo a sus similitudes económicas. En esta lógica, el orden absoluto y deseable estriba en la doble operación de separar lo diferente y ensamblar los iguales para la adecuada marcha de la maquinaria urbana. Alexander considera que la agrupación forzada de personas y espacios, a la manera de “ramas” de un “tronco” o área central de la ciudad, provoca la falta de relaciones horizontales entre las áreas habitadas, y la consecuente evasión de los contactos cotidianos entre personas. De ahí su tesis antifuncionalista, “la ciudad no es un árbol”[21]. Según se ve, el eje de la cuestión así planteada es el conflicto suscitado por la correspondencia ausente del espacio físico con el espacio social. Alexander Tzonis (1977) lo reitera aun con mayor nitidez, retomando la oposición entre las versiones natural y artificial de la ciudad. Dicha oposición es mediada por la metodología del diseño, primero no opresiva y acorde a la mentalidad pre-racional desde los antiguos hasta la revolución industrial, y ahora opresiva[22] e identificada con la mentalidad racional del movimiento moderno. En el tránsito al modernismo, asegura A. Tzonis, la arquitectura ha pasado de ser objeto de comunicación social a mero instrumento del poder opresor. El ambiente construido queda a tal grado maniatado por las determinaciones sociales que le engendran, que “resulta de todo punto imposible para un diseñador que vive en una sociedad opresiva captar y proyectar la organización física de un ambiente no opresivo”. Se pretende desbordar la sujeción ejercida por el capital económico a la arquitectura y la ciudad mediante los mecanismos de mercado propulsores del consumismo arquitectónico. La ciudad se constituye entonces en un stock de objetos que aparentan orden mediante artificios puramente visuales. La lógica del mundo formal emerge entonces divorciado del contenido para realizar el capital económico. El determinismo ejercido por el mundo material condena todo trabajo alternativo, cuyo destino es el naufragio de las utopías. Esta versión de la crítica coincide en la confianza que el movimiento moderno de la arquitectura profesa al ensamble perfecto de las formas materiales edificadas con la sociedad. Tzonis coincide en el cuestionamiento de sus antecesores, pero no le basta el replanteamiento disciplinar asociado con las medianías utopistas, pues para eliminar el entorno opresivo ha de revolucionarse la sociedad. Con realismo similar, Peter Hall (1990) obtiene el balance de la práctica urbanística del siglo comprendido entre 1880 y 1980, evidenciando la ausencia de la planeación de las ciudades en el mundo occidental, en particular el anglosajón y más aun en los Estados Unidos. La persistencia de la pobreza, los guetos de base racial y los errores cometidos por las políticas de renovación urbana demuestran las mal llevadas tesis de la magnánima utopía anarquista decimonónica, y más aun las aberraciones del urbanismo Corbusiano, que para P. Hall encarna la planeación autoritaria, al “Rasputín” del urbanismo cuyos efectos demoníacos aun se resienten en las ciudades afectadas por sus intervenciones y las de sus seguidores. Con ello se cerraría el ciclo de la arquitectura y el urbanismo moderno y se ventila el ambiente para dar paso al nuevo urbanismo. La tradición recuperada Tras la reunión de especialistas y estudiantes de la arquitectura y el urbanismo, así como profesionales relacionados con la construcción y planeación de las ciudades norteamericanas, en 1993, en Alejandría, Virginia, Estados Unidos, se realiza en 1996 el Congreso para el Nuevo Urbanismo en Bolonia, Italia, integrado ahora por especialistas de Asia, Europa y América para dotar de espíritu universal a la iniciativa. Éste tiene un carácter fundacional, pues estipula los postulados de la “Ciudad del Nuevo Renacimiento” en la Carta del Nuevo Urbanismo (Lejeune, 1996; Leccese y McCormick, 2000), emulación de la Carta de Atenas respecto al urbanismo moderno. La nueva Carta intenta ser sin duda el punto de partida para la conformación de comunidades en el territorio, deja atrás ciudades centrales sin inversión, la difusión de no-lugares dispersos, el incremento de la separación por motivos raciales e ingresos, deterioro medioambiental, pérdida de tierras agrícolas y naturales, y la erosión del patrimonio edificado (Leccese y McCormick, 2000, s/n). También es punto de llegada de la práctica reciente[23] de congresistas como Peter Calthorpe, Andrés Duany, Elizabeth Plater-Zyberk, Elizabeth Moule, o Stefanos Polyzoides ante todo en suelo estadounidense, así como de la experiencia urbanística acumulada antes de la Segunda Guerra Mundial (considerado el parteaguas de la arquitectura y el urbanismo más importante desde el neolítico), y el testimonio de las viejas ciudades. Es clara la influencia del regionalismo de L. Mumford, los usos del suelo mezclados de J. Jacobs y la metodología del diseño de C. Alexander, del mismo modo que conceptos y lenguaje familiarizados con la percepción cotidiana de la ciudad a través de referencias físicas tales como las empleadas por Kevin Lynch en La imagen de la ciudad (1976). Además incorpora aportaciones destacadas de la “ciudad verde”, del movimiento historicista por la “ciudad bella” y del bagaje vernáculo. No es entonces casual que el diagnóstico de los nuevos urbanistas coincida la crítica de sus predecesores. Encuentran a la región metropolitana dispersa e inconexa; la distribución de la vivienda, el equipamiento y los servicios en el territorio es irracional. Los centros urbanos viejos adolecen de abandono y la naturaleza ha sido expulsada a las orillas, salpicada con nuevos desarrollos; vialidades y centros comerciales se intercalan desordenados y repetitivos en los suburbios, en medio de una segregación social acentuada por la zonificación. Ante esto proclaman la ciudad conformada por amigables vecindarios pequeños, de ocupación compacta, peatonal, sostenible y servida por transporte público. Las comunidades deben basarse en la mezcla de gente de distintas edades, con diferencias económicas y raciales, combinando viviendas de diferentes precios, así como tipos arquitectónicos diversos. Si la región metropolitana es la unidad económica territorial macro, el vecindario[24] es el corazón del mundo contemporáneo, casi extinto por el embate de la renovación urbana, sometido a la norma de la especialización, carente de empleos, equipamientos y redes de transporte, abrumado por supermanzanas con torres de apartamentos “disfuncionales, inhumanas e inseguras” erigidas en paradójicos páramos verdes. Los corredores, antes de ser conectores eficientes de núcleos de población, atraen comercios desordenados y dispersos, distrayendo inversiones necesarias a los centros viejos. El distrito, “área urbanizada con funciones especiales, tales como un distrito del teatro, área del capitolio, o ‘campus’ del colegio” (p. 81; a menos que se especifique en contrario, las citas siguientes de este apartado se refiere al texto editado por M. Leccese y K. McCormick), se ha diluido en el suburbio especializado y sin identidad comunitaria. Luego, el vecindario sería una figura a reconstituirse en unidades territoriales “completas”, de diseño identificable tanto en el suburbio como en la ciudad central, con áreas abiertas y jardines propios; distritos, vecindarios, pueblos y ciudades han de ser densos, intercomunicados con eficiencia y con servicio de transporte público (no excluye automóviles, ni vías separadas para bicicletas y peatones). Las manzanas serán pequeñas, agrupadas en torno a centros cívicos contenedores de escuelas y otros edificios cívicos. Delimitadas por calles inhóspitas al peatón, manzanas de dimensiones no caminables se ocupan por arquitecturas individualizadas y autoreferenciadas que provocan “confusión, monotonía y fragilidad”. Es arquitectura indiferente al lugar, es efímera como respuesta a las condiciones circunstanciales del tiempo (p. 127). Es frecuente el edificio diseñado a la manera de “caja” sin ventanas, aislando y desubicando al usuario respecto al entorno. Esta arquitectura elude la seguridad urbana[25], redundando en que sea “quizás el problema más fundamental que todas las ciudades encaran” y las “comunidades cercadas” no resuelven, pues mientras contienen el control en su interior, “a menudo logran que el espacio del entorno sea más peligroso” (p. 133). Para revertir esta situación, se estipula: “toda arquitectura y diseño del paisaje es la definición física de las calles y espacios públicos como lugares de uso compartido” (p. 123). Para lograr una arquitectura congruente con el lugar ha de diseñarse considerando los tipos tradicionales e incorporar la tecnología de modo flexible para adecuarse a las condiciones locales. El diseño de los espacios seguros demandados por la población no ha de sacrificar abertura y accesibilidad a los mismos, buscando siete cualidades: presencia humana, congenialidad, protección humana, visibilidad-luz-apertura, orden, conexión, legibilidad[26]. Del mismo modo, “una clave para la seguridad de los vecindarios es la vigilancia natural, un término de prevención del crimen que describe el fenómeno en que el mal comportamiento disminuye cuando parece que alguien observa” (p. 149). Más aun, se confía en que mediante el diseño puede reforzarse la “identidad comunitaria y la cultura de la democracia”[27]. Así pues, contra la ausencia de identidad provocada por la disolución física y visual, han de definirse con nitidez las orillas –o linderos- y el centro de cada ciudad, poblado y vecindario, donde los usos del suelo deben mezclarse. Ante la morfología vaga, la delimitación sin ambages; frente al centro único, el policentrismo, y para contrarrestar la especialización de franjas urbanas completas, han de confluir funciones múltiples. El tamaño de cada elemento ha de controlarse para conseguir el funcionamiento apropiado[28]. En suma, puede observarse que las propuestas de pretensiones innovadoras en realidad retoman iniciativas y experiencias precedentes, tanto como la concepción holística de la continuidad de las “escalas” del espacio que van de la región al edificio. La crítica radical contra la hegemonía del movimiento moderno en la posguerra, en particular contra la “tabla rasa” de Le Corbusier, es también eco de los exorcismos de la crítica norteamericana sostenida durante décadas. ¿Qué es entonces lo nuevo del nuevo urbanismo? Lo nuevo es la actitud enciclopédica que le lleva a incorporar multitud de componentes de origen diverso y, en consonancia con esto, el predominio de la disposición ecléctica, conciliatoria de elementos erigidos como contradictorios en la construcción de la ciudad moderna: público y privado, tradición y modernidad, parte y todo, individuo y sociedad, estructura y forma, funcionalidad y ornato, natural y artificial, producción y consumo, metrópoli y vecindario, control y libertad, campo y ciudad, objetividad y simulación (en la ambigüedad ante las “comunidades cercadas”); muy en particular busca hacer coincidir en el espacio estratos sociales de altos y bajos ingresos. Dicotomías que derivan en otras más instrumentales: vialidades vehiculares y peatonales, casa unifamiliar y edificio de apartamentos, lote individual y alta densidad, privacidad y transparencia. Todo, por lograr una amalgama feliz: comunidad y diversidad. Más aun, se “concilia” las venas anarquista, utópica, anticapitalista y socializante con las arterias autoritaria, pragmática y capitalista que riegan la tradición crítica del urbanismo anglosajón. Con esta fusión se exhibe el reto de recuperar lo que alguna vez hizo feliz a la gente y era producto autóctono, el pueblo estable, denso, sostenible, cajón de tradiciones creativas, auto vigilado y con identidad galvanizada ante el desafío de la globalización[29]. El “neotradicionalismo” es una respuesta tentativa a las críticas iniciadas en los sesentas (la forma sigue a la función en la fórmula funcionalista, ahora la forma cerrada sigue al miedo y, más aún, el miedo sigue a dicha forma), es el recurso revalorado para apuntalar la barrera de protección[30]. Pero sobre todo lo nuevo del Nuevo Urbanismo es la disposición a interpretar de otra manera el diagnóstico de la realidad urbana e innovar las aspiraciones por la forma espacial utópica adecuada a quienes pueden pagarla[31]. Los nuevos urbanistas se sobreponen al pragmatismo complaciente de celebración del suburbio feliz como la gran aportación norteamericana en madurez plena, cuyo discurso y práctica también subyacen al modelo de adopción reciente en América Latina. Esta tendencia reclama la vigencia del suburbio, la forma de hacer la auténtica ciudad norteamericana, las “edge cities” que Joel Garreau (1991, p. 4) describe conectadas por una red de vías rápidas, carreteras y platos satelitales, con el centro ocupado por oficinas matrices, casas de acondicionamiento físico y, no pueden faltar, las “shopping plazas” o “malls”. No se reconoce en el paisaje urbano la disparidad de ricos y pobres, sino casas unifamiliares, “el hogar suburbano rodeado de prado que hizo de América la civilización con las mejores casas que el mundo haya conocido”[32]. Las “edge cities”, “comunidades cercadas” y el nuevo urbanismo son incluidos por Ellin (1999) en el paquete del urbanismo postmoderno de manufactura estadounidense, marca de origen para su difusión en América Latina. “El lugar ideal para vivir” Con este slogan y otros parecidos trabaja en Latinoamérica el marketing urbano promotor de los nuevos vecindarios. Esto es, la nueva utopía puesta al alcance, donde las imágenes y valores del “sueño americano” se han globalizado expresándose a través de las versiones locales[33]. Estudios de la región registran su emergencia en los años setenta y su masificación en la década de los noventa, si bien citan experiencias previas interesantes como la colonia Chapalita de los años cuarenta, en Guadalajara (Felipe Cabrales y Elia Canosa, 2001: pág. 228), o el Tortugas Country Club de los años treinta, en Buenos aires (Svampa, 2001, p. 54; Clichevsky, 2002, p. 512). En el extremo, Axel Borsdorf (2003) detecta antecedentes coloniales en Arequipa, Tepotzotlán, o Guadalajara y ejemplos decimonónicos en Chile, Perú, o México. Puede así argumentarse el largo proceso de naturalización de las distancias en el espacio social. Con todo, es una práctica que ha tomado por sorpresa a los gobiernos locales, cuyos marcos jurídicos han iniciado con atraso las modificaciones necesarias ante situaciones de hecho y el pragmatismo ha eludido la aceptación explícita de la forma cerrada, aumentando los vacíos que dificultan el ordenamiento planeado del territorio. Por lo mismo, las peculiaridades en el manejo de la dicotomía público/privado[34] se han generalizado, tanto en la planeación urbana de los vecindarios que recae sin duda en manos privadas, como en calles y plazas, si bien de uso colectivo, son exclusivas del vecindario. El engarce de las economías locales en la globalización ha requerido de la desregulación y supresión de políticas distributivas, provocando la liberalización del mercado y uso del suelo urbano y suburbano, generando esta forma de asentamiento en las ciudades grandes y medianas que así reclaman su pertenencia al dinamismo de la globalidad[35]. En ellas el espacio físico se ha modificado por la implantación de nuevas funciones ligadas a la economía mundializada, y por las expectativas de atracción de capitales a escenarios solventes. Ello induce y acompaña la polarización extrema, favoreciendo en la estructura de las ciudades la suburbanización, el fortalecimiento del nuevo estilo de vida y la delimitación fastuosa de lo que Sergio Tamayo (Tamayo, 2002, p. 43 y ss.) califica “archipiélagos de la modernidad urbana” en la ciudad de México, que Guillermo Tella y Max Welch señalan en el “Macrocentro” bonaerense (Tella-Welch, 2002, p. 325), o Amalia Geraiges et al. en Sao Paulo (Geraiges, 2002, p. 227), verdaderas islas de edificios ostentosos a veces “inteligentes”, otras sólo de lujo, contrapuntean mares de pobreza en los que no se integran. También éstas son sólo algunas de las ciudades en las que la ciudadanía ha decidido participar en la elección democrática de sus autoridades, sugiriendo la existencia de proyectos de ciudad diversos que concurren, se confrontan y retroalimentan. Ante gran cantidad de particularidades locales, definiciones inacabadas de procesos incipientes y empleo de criterios distintos, las tipificaciones del fenómeno son desde luego variadas, ofreciendo una gran riqueza de categorizaciones y matices[36], a la vez que dificultan la concentración de datos homogéneos. No sólo las elites se protegen y exhiben en espacios autosegregados, también las clases medias y pobres se agrupan al amparo de verjas y controles. Con la diferencia de que las villas miseria argentinas, por ejemplo, no se resguardan de manera voluntaria, como hacen sus coterráneas de altos ingresos, sino forzada (Borsdorf, 2003; Janoschka, 2002, p. 301). Las soluciones arquitectónicas incluyen la segregación vertical de apartamentos lo mismo que viviendas adosadas y unifamiliares en conjuntos horizontales[37]. El fenómeno no se ha cuantificado lo suficiente para precisar el área que ocupan, ni la población total asentada. Esta dificultad subsistirá al menos a corto plazo, ya que se han detectado vecindarios que cierran y controlan su perímetro años después de ser ocupados. No obstante se cuenta con cifras que indican la importancia relativa del poblamiento excluyente. Felipe Cabrales y Elia Canosa (Cabrales-Canosa, 2002, p. 98 – 99 y 2001, p. 242), por ejemplo, lanzan la cantidad de 60 mil personas ocupantes de tres mil hectáreas sólo de las urbanizaciones cerradas de lujo de Guadalajara, en 1996, cantidad irrisoria ante los 3’702,544 habitantes y 40 mil hectáreas que la ciudad tenía en el año 2000, pero sintomática al incluir en el monto a personal de empresas transnacionales y otras provenientes del Distrito Federal. Según los datos oficiales citados por Svampa (Scampa, 2001, p. 57), los emprendimientos privados del Gran Buenos Aires ocuparían en el año 2000 la asombrosa superficie de 323 kilómetros cuadrados, “un territorio 1.6 veces mayor que la superficie de la Capital Federal.” La flexibilización del mercado y uso del suelo favorece el emplazamiento de los vecindarios en casi cualquier sitio, aún introduciéndose en los estrechos predios de las áreas centrales a través de las “torres jardín”[38] ocupadas por sectores sociales de ingresos medios altos y altos, reconocidos por G. Tella y M. Welch en Buenos Aires (Tella-Welch, 2002, p. 335 y ss.), pues las dimensiones varían en rangos muy amplios. No obstante es una forma y mecanismo que estructura la periurbanización, favorecida por el banco de suelo que a los promotores se antoja interminable en el horizonte abierto a las orillas del tejido urbano, de ahí la afinidad oportunista de “marketing” con las “edge cities”[39]. Alphaville, condominio residencial fechado en los suburbios de Sao Paulo, protegido por una “parafernalia tecnológica” y gran cantidad de guardias (Geraiges et al, 2002), con 12 mil lotes de mil metros cuadrados para residencias y 16 edificios de apartamentos, está programado para contener 30 mil habitantes; Nordelta, la ciudad privada más grande de Argentina, ubicada en el Partido de Tigre del área metropolitana de Buenos Aires, tiene 1 600 hectáreas en las que asentará más de 20 mil familias, cerca de 100 mil habitantes (Clichevsky, 2002, p. 518; Janoschka, 2003). En cambio, Rodríguez y Mollá (2002) incluyen en su estudio de Puebla y Toluca el fraccionamiento residencial Lomas Club de Golf, con sólo 2.7 hectáreas y 41 lotes, mientras Borsdorf (2002) se refiere al condominio ideológico de la comunidad El Aromo, en Santiago de Chile, de 6 723 metros cuadrados, integrado por siete familias. A su vez, estos datos nos sugieren las notorias diferencias en el tamaño de los lotes individuales que van de un área alrededor de los cien a otra que circunda los 5 mil metros cuadrados Ya se han mencionado varios de los tipos latinoamericanos estudiados según las denominaciones que los autores han considerado propias, ejemplos que sería ocioso ampliar pues son aproximaciones útiles a historias y circunstancias locales (Rodríguez, 2002; Borsdorf, 2002.; Clichevsky, 2002; Svampa, 2001). Sin embargo, hay elementos comunes que autorizan la generalización, tal es la búsqueda –más o menos explícita- de la seguridad y la vida comunitaria y, de manera más o menos implícita, la identidad[40]. Por tanto la toponimia es recurrente a la naturaleza, a la historia regional, a la vida campirana y, por supuesto, a la seguridad (“Puerta de hierro” parece ser el nombre más frecuente en calles y vecindarios). Son elementos coincidentes con el modelo norteamericano del nuevo urbanismo, con el cual también coinciden los vecindarios de altos ingresos al enfatizar la calidad del medio ambiente, tanto como la disponibilidad de equipamiento de distinción que promueven el estilo de vida del “american way of life”[41]. Las motivaciones generales apuntadas son de sobra conocidas. La primera duda razonable es sobre la efectividad de los vecindarios defensivos para obtenerlas; la segunda es acerca de la pertinencia del modelo norteamericano en las diversas realidades latinoamericanas[42]. Los diferentes estudios consultados observan que el objetivo de la interacción comunitaria suele diluirse al tiempo de ocupar el nuevo espacio, donde la agorafobia se reproduce. Asimismo, el delito no se interrumpe por las bardas, a pesar del refuerzo que algunos logran con vigilancia perpetua de guardias apoyados en reglamentos internos y equipos de control remoto centralizado. El delito es, en el mejor de los casos, reubicado al exterior de las murallas, no así el objeto. Los recursos para dotar de identidad parecen hasta ahora inagotables, sobre todo en los “cotos cerrados” (Safa, 2002) de mayores ingresos, donde el retorno a la tradición abarca desde la reformulación nostálgica e idílica de la comunidad pueblerina hasta el diseño y construcción escenográficos[43]. El referente es creado por los promotores según las imágenes difundidas con la propaganda revisada por los especialistas y que he corroborado en ciudades mexicanas. Pero está sobre todo anclado en el manejo simbólico del lenguaje del diseño urbano y arquitectónico, generando tipologías funcionales y formales de concepción historicista cuya la sola asociación con la experiencia estadounidense le da un plus comercial. La tipología formal puede construirse con los criterios y lenguajes empleados para las soluciones de las edificaciones individuales y de los conjuntos, donde el ingrediente universal es el eclecticismo. Según el diseño urbano de casos observados en la bibliografía consultada y recorridos de campo en ciudades mexicanas (Ciudad de México, Guadalajara, Monterrey, Mérida, Mazatlán, Culiacán, Hermosillo, Tijuana, Chihuahua, Nogales y Ciudad Juárez), existen tres tipos básicos de traza y diseño del paisaje que luego sufren combinatorias variadas entre sí: a) el tipo de traza más asociado con el nuevo urbanismo es el de ciudad jardín; b) en contradicción con el anterior, otro tipo es la parrilla funcionalista que se supone interesa evitar, y c) el diseño cosmopolita, que puede tomar criterios de los anteriores, pero subordinados a elementos prestigiosos reconocibles en metrópolis con pátina histórica. Los tipos arquitectónicos suelen ser más o menos congruentes con los urbanísticos (aunque el ideal es la reconciliación premoderna del tipo arquitectónico y la morfología urbana): a) la arquitectura más relacionada con el modelo norteamericano es la californiana del segundo cuarto del siglo XX, basada en las misiones novohispanas; b) la anterior es combinada o sustituida con el amplio abanico de opciones regionalistas y cosmopolitas, y c) el persistente tipo moderno, aunque deconstruido, alejado de la ortodoxia funcionalista y permeado por la impronta kitsch o vernácula. Puede observarse que esta arquitectura se afirma por la dicotomía que establece mediante la exclusión de la que Charles Jencks (2002) denomina el nuevo paradigma, la arquitectura compleja y la arquitectura fractal. Conclusión Visto así, el urbanismo anglosajón es la historia de la persistencia por lograr la utopía de la vida comunitaria. En la práctica es también el proceso de desmantelamiento de las comunidades barriales. Además es el intento reiterativo de empatar el espacio físico con el espacio social; en otras palabras, es la narrativa de la materialización de formas espaciales ideales frustradas por realidades concretas. Asimismo es el proceso de conformación de un proyecto de ciudad a la larga realizado como respuesta a las aspiraciones de comunidad, como intento de reproducción de formas de vida pueblerinas al tiempo que la fisonomía de los pueblos mismos, de relación respetuosa con la naturaleza, del interés de controlar y vigilar patrones de comportamiento a través del espacio hecho transparente. De esta secuencia, la propuesta más fresca es la del nuevo urbanismo, que carga sin proponérselo con su contraparte de las “edge cities”, a manera de inercia de prácticas y fundamentos establecidos. Por ello vale la pena preguntarse si el modelo de vecindario defensivo difundido en las ciudades latinoamericanas responde a las expectativas de los usuarios, en congruencia con los postulados del nuevo urbanismo, o si responde a la reproducción tardía de la ocupación extensiva del suelo por suburbios insostenibles, una forma urbana que ha mostrado severas limitaciones en las metrópolis estadounidenses. Dada la adopción popular de los perímetros amurallados, es importante también averiguar si este diseño del espacio es apropiado para el fortalecimiento de lazos sociales de solidaridad, ya que las clases sociales de bajos ingresos, más disuadidas por los efectos de localización, requieren de proyectos alternativos flexibles a condiciones particulares del lugar. Más aún, habría de enterarse de cómo perciben y se apropian el espacio, cómo a partir del sitio de habitación se interrelacionan como vecindario y éste con la ciudad. Un fenómeno que adopta las más diversas dimensiones y tipos morfológicos, emplazado en distintos puntos de zonas metropolitanas y ciudades medias, con causalidades variables según las clases sociales que lo configuran, invita a trabajar a largo plazo hacia propuestas de formas espaciales apropiadas a procesos sociales locales; una realidad atendida desde la óptica de la geografía, la antropología y la sociología, plantea retos peculiares a la arquitectura y el urbanismo. El estudio de interrogantes apenas esbozadas podría ser tarea de próximas investigaciones de campo en México, en ciudades que se atraviesan como receptáculos de los flujos migratorios generando la imagen de los otros desconocidos que buscan empleo, servicios, vivienda, convertidas en franjas de segregación involuntaria en los resquicios del tejido urbano y en las crecientes periferias. REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS ALEXANDER, Christopher, ISHIKAWA, S., SILVERSTEIN, M. et al: A language/Un lenguaje de patrones. Barcelona, Gustavo Gili, 1980. NOTAS [1]. Cabrales, F. y E. Canosa (2001), en el estudio del caso de Guadalajara, México, hablan de “fraccionamientos cerrados” o “urbanizaciones cerradas” para referirse a las agrupaciones sociales emplazadas en conjuntos residenciales acordonados por vallas y una serie de dispositivos de seguridad cuyo propósito es controlar el acceso de bienes y personas, aunque la denominación se limita desde luego al caso mexicano. Hay otros términos según el país en que se ubica la experiencia, Maristella Svampa (2001) les llama “countries” o “barrios privados” en Buenos Aires. Lo mismo sucede con “ciudad blindada” (Costa, J., 2003), o “condominios horizontales fechados” (Lima, J.C. y B. Ribeiro, 2002). En la bibliografía anglosajona de mediados de los noventa (sirvan de ejemplo S. Zukin, 1996; G. D. Squires, 1996 y Nan Ellin, 1996) usan con frecuencia el término “gated community” o “barrer community” para referirse al mismo fenómeno. El breve alegato de Gottdiener, M. y R. Hutchison (2000, pág. 202 y ss.) acerca de la amplia tipología comprendida por la noción “comunidad”, cuya dispersión en el espacio no es obstáculo para estar integrada, invita a descartar “comunidad cercada”, de concentración necesaria; estos autores retoman de Suttles, G. (1972, The Social Construction of Communities, University of Chicago Press, Chicago), Susser, L. (1982, Norman Street: Poverty and Politics in an Urban Neighborhood, Oxford University Press, Oxford) y Manuel Castells (1983, The City and the Grass Roots, University of California Press, Berkeley y Los Ángeles) el término “defended neighborhood”, entendiéndolo como una agrupación que adquiere sentido de identidad a partir del hostigamiento externo, que se cierra a sí misma ante desafíos externos y además llega a tener ligas e influencias importantes con el gobierno local. Por ello adopto “vecindario defensivo”, si bien su significado adquiere matices. (*) Profesor investigador. El Colegio de Sonora. Hermosillo (México) emendez@colson.edu.mx |